Gritaba para aturdirse con palabras que hicieran tope a los pensamientos feroces que lo extraviaban. Habitado de voces que insistían en que no valía la pena vivir después del abandono, se negaba a alimentarse, a jugar, a ser acariciado.
La madre, antes de la despedida, le había dicho que un niño como él siempre iba a encontrar quien lo amara, y él, en apenas un susurro, le rogó que quería quedarse con ella.
Sin su mirada todos los caminos se volvieron extraños para Francisco. La sombra devoró el deseo.
Cuando conoció a Carmen, que le confió que anhelaba mucho tener un hijo, él pudo decirle cuánto extrañaba a su madre. A partir de ese encuentro fue dejando de gritar para hacer tope a los pensamientos feroces porque de a ratos la ilusión lograba arrinconarlos. La voz cálida se iba haciendo un lugar en el alma del niño, y crecían las ganas de amarse.
María Cristina Beovide
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